Abrí los ojos después de una noche mal dormida. Me desperté como si mi alma no conociese la permanencia, ni siquiera el tránsito de nadie. Su rumbo parecía incierto porque nada le daba sentido a su movimiento.
Algo resonó en mi memoria, algo que remite a un viaje, a un salto en años.
Hace mucho tiempo que mi alma no duerme, sueña contigo día y noche.
os te encontrabas en una parte de mi vida pasada, un infierno de recuerdos, un mundo paralizado a la espera de algún movimiento.
Por distracción, o por hábito, me dejé el reloj puesto en la muñeca. Nunca me imaginé que ese día lo consultaría mil veces, muchas inútilmente, otras para que el tiempo volase o diese un salto inesperado.
Corrí a atender el teléfono, pero no escuché nada, sólo ruidos e interferencias.
Me imaginé cómo estarías... Sentado, tal vez, en algún banco de la plaza, quién sabe si también pensando en mí, en nuestro paso por la facultad.
Soñé con tus ojos grandes, con el sonido de una palabra, incluso mal articulada, o de una sílaba soplada por la impaciencia o la revuelta. Estaba sentada entre los bancos de un aula, con una tiza roja en la mano, garabateando en el pizarrón mientras te esperaba, escribiendo nuestros nombres.
Un tiempo después, en una conversación que tuvimos, me dijiste que estabas arrepentido de haber sido feliz en aquel instante. Nunca me sentí tan humillada.
La tarde siguiente, ya no estabas. Todo se produjo en una forma rápida e inesperada, como si el golpe fulminante de la fatalidad persiguiese mi cuerpo.
Más tarde comprendí que el olor y mi mirada perdida compensaban tu ausencia. Fueron días de exaltación donde tu nombre todavía no se había borrado.
Hoy es la primera vez que me olvido de aquella sordera de mi alma, me confieso a mí misma con una voz amargada que expresa mi angustia.
Siempre me llamó la atención tu silencio, tu desinterés en querer saber cómo todo se había producido.
Yo estoy pasmada, mirando el aula vacía y aquel batacazo sordo que parecía emanar de los bancos.
Tal vez, esa actuación vespertina tuya, presenciada con espanto por mí, haya sido para vos una fiesta.
Ahora mi cuerpo se reduce a un remolino de gestos en el centro de un espectáculo visto con ojos complacientes.
Con tus fotos frente a mi cara, me pregunto, mirándote la boca, ¿cuándo me faltó la palabra? ¿en qué momento descubrí que no podía hablar? Y recuerdo cuando, en aquella plaza, tomándote de la mano quería encontrarme con tus ojos. Pero son sólo recuerdos. Hoy decidí correr sin mirar atrás y subir las escaleras en busca de alguien.
Divisé en la penumbra una pila de libros, los mismos de siempre, tantas veces leídos por los dos, y nosotros sentados encima de ella.
Seguía mirando a la penumbra como si la mirada fuese suficiente para interpretar o reproducir mi dolor.
Siempre a la misma hora de la tarde, en el mismo banco de la plaza, me invaden la angustia y la soledad. No sé dónde comienza la lucidez y termina el devaneo de mi alma.
El pasado me hostiga, mi rostro revela una expresión de dolor y mi cuerpo todavía muestra las mismas marcas de luto: ojos hinchados de llorar y secos de lágrimas por todas las que derramé.
Me quedé preodupada, pensando en vos, buscándote o intentando olvidarte, no sé...
La vida comienza con la memoria, y de aquella tarde fatídica me acuerdo perfectamente, participo de la tristeza de saber que exististe y ya no existís para mí.
Me acuerdo tanto de tus manos tocando mi rostro, de tu desaparición, que no me pasó desapercibida, sino que fue un enigma...
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