Recuerdo aquella mirada infinitamente breve que hizo nacer esto que siento.
Yo tenía hacia vos un deseo lleno de sacrificio que pretendí tapar con una sensualidad de la que carezco. Un deseo inmenso de conservar para mí tus palabras, sonrisas y miradas. Esa idea de atreverme y el peligro se mezclaron con los sentimientos que me ocasionabas. Enloquecía de felicidad y de miedo al mismo tiempo. Esa mezcla de pudor y pasión llenaba mis días.
Interrogaba tus pensamientos con angustia, pero me apoyaba en tu pecho para dormir. La felicidad, para mí, consistía en tener a mi lado siempre esa cabeza rubia.
El deseo se producía en mí cuando vos te mostrabas más lejano y fuerte, no podía definir exactamente ese sufrimiento y esa necesidad. Advertía un lejano peligro indefinido todavía.
A veces, te sentías cansado de mí y también me gustaba ese cansancio tuyo. Débil y fuerte, estaba en tu poder. Me veía ante vos como tu esclava y vendía mi orgullo o lo permutaba por unos besos, sin darme cuenta que así me humillaba. Por debilidad y por amor negaba y evadía.
Me sentía avergonzada de ser un juguete en tus manos, pero disfrutaba tanto de tus juegos… Fui la artesana de mi desgracia.
Te quería y no sabía por qué. A veces, me sentía muy triste. Nunca quise transformarte. Yo quería que fueras feliz y me prometía no turbar tu tranquilidad, pero algunas veces no pude evitar hacerlo.
No sabía qué querías de mí y la incertidumbre fue árbitro de mi destino, yo esperaba… Esa incertidumbre que me torturaba y me sujetaba al mismo tiempo.
Vos fuiste mi universo, pero dejarte que lo vieras y lo comprendieras fue una imprudencia, igual, poco me importaba, yo te quería. ¿Hay que esconder lo que se siente para que no se vaya el ser querido?
Hubiese querido apartar de tu memoria todos los recuerdos melancólicos, darte todas las alegrías, pero día a día descubría que no te sentías tan feliz como yo, y eso me dolía. Quizás, si nos hubiésemos dicho todo, hubiéramos podido reunirnos. Quedó nada para decirnos y a la vez quedaron palabras por pronunciar.
Durante este tiempo te quise y siempre lo hice sin esperanza.
Ese último día, a pesar de mi sufrimiento, llegué a experimentar un duro goce…
Hoy no puedo hablar de vos sin experimentar un pesimismo melancólico. Trato de comenzar una existencia nueva, pero recuerdo esa actitud mía sumisa, tierna y suplicante. Deseos errantes, errados, distintos, distantes.
Nos despedimos dulcemente, besándonos. Te miré sabiendo que esa era la última vez que tenía ante mí aquel rostro que había podido contener tanta felicidad. Quería fijar en mi memoria aquellos rasgos que no volvería a ver. Dijiste algo y yo escuchaba mientras sufría sin que te dieras cuenta. Desaparezco de tu vida sin quejas.
Me dí cuenta de que vos así lo deseás y aunque yo no desee lo mismo, ya no insisto más. Me asaltó la necesidad de irme, necesidad que vos me impusiste.
Ahora me invade la imposibilidad de encontrarle sentido a la vida sino me sostiene algún sentimiento violento y profundo. Me envuelve la deformación del deseo, el olvido y el alejamiento. Lo que hay de terrible en mi sentimiento es que nada puede curarlo. Sueño con olvidarte, pero te extraño mientras duermo. Todavía escucho tu voz y, sosegada por un dolor agudo, no consigo olvidarla. Intento no quererte y no logro hacerlo.
Lloro mucho y sinceramente porque sé que fui para vos una amante de unas cuantas noches, cómoda y poco exigente. Experimento un sentimiento de irónica tristeza…
¡Qué cobarde bondad! Siempre queremos a aquellos que nos llevan a renunciar a nosotros mismos.
Creo que si hubiese podido quedarme al lado tuyo, hubiera sabido hacerte feliz, pero nuestros destinos y nuestras voluntades se manifestaron siempre a destiempo.
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